SIN TÍTULO

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Esfinge. Enigma. 
Foto: Esther Arribas

Poder apreciar intensamente los paisajes que ya conocía, las playas, los atardeceres, la sensualidad de los olores, el mar, mis propios sueños, también las comidas, y, cómo no, las gentes a las que, quizás, podría volver a encontrar.

No creo que este afán de intensidad sea efecto de la pandemia, de esa sensación de no poder salir que ha invadido últimamente nuestras vidas, o sí.

Descubrí el Cabo de Gata hace más de treinta años y quedé deslumbrada. Antes de ir allí, en aquellos tiempos, leí La Chanca de Juan Goytisolo, un libro prohibido en España durante más de veinte años por la dictadura franquista que describe la violencia pétrea y la desnudez turbadora del paisaje almeriense. Es un libro que habla a la vez de la belleza y de la sordidez. Es un libro grave y exuberante, como lo que describe. Allí quería volver.

El Parque sigue siendo natural, así declarado desde hace mucho tiempo. Parece que la historia y las circunstancias han preservado la originalidad del lugar. Antes de emprender el viaje, recordé el Cortijo del Fraile, donde sucedió el crimen de Níjar. Poder situar el escenario de la boda criminal sobre la que Lorca escribió era inusual para mí en aquellos tiempos. El paisaje me parecía por aquel entonces exageradamente teatral y bello: por aquellas montañas de cartón podía pasearse sin llamar la atención Edipo de la mano de su hija Antígona o incluso Creonte pensando sobre el destino de su sobrino Polinices. El conjunto recortado y geométrico daba de sí para la tragedia. Ese era para mí el paisaje del deseo sin lugar a dudas.

He vuelto a aquel pueblo y mi silencio ha desafiado a ese silencio implacable de aquel lugar olvidado y lejano. Los sueños, y también los recuerdos, se han abierto a través de la luz del mar y del cielo infinito que descubrí cuando tenía veinticinco años y no me atreví a mirar. Transcurridos tantos años, con la edad tardía y poderosa de los deseos, me he reencontrado con el futuro.

Allí me enamoré. Cuando volví a Madrid le conté a mi madre parte de la historia: un gitano de un poblado de al lado de Los Escullos me miró y se puso a bailar conmigo. Solía ir por las noches a una discoteca que estaba al lado de la casita que alquilé sobre un pequeño acantilado. Cada vez que sonaba Who can it be now de Men at work, yo bailaba con el ímpetu propio de mi edad, era una canción intrascendente que me hacía ver la luna, por ejemplo, en toda su magnitud.

Era así. Me recuerdo con un vestido morado con hilos dorados muy discretos; el pelo muy largo, rizado, era delgada. El baile siempre me ha propiciado experiencias singulares. Al acabar la canción Luis, se llamaba así, me regaló una diadema finísima de plata que yo me puse en la frente. Me sentí especial. Distinguida por un atributo visible que nos unió sin saberlo. Fue la diferencia que a partir de ese momento busqué en otros hombres y nunca volví a encontrar. Esa diadema era la marca de un deseo visible. No había nada que esconder. Nada era ambiguo.

Me contó que vivía cerca. Le habían dicho que Madrid, mi ciudad, estaba a rebosar de ratas en el subsuelo, y que le resultaba extraño que esa ciudad estuviera tan hueca. Él sabía que bajo el suelo de Madrid había otra ciudad subterránea de la que nadie hablaba. Tenía el proyecto de ser camionero para conocer mundo y ser libre. A mí me gustó y seguí hablando con él. Al día siguiente nos volvimos a encontrar en la discoteca y para mi sorpresa no habían transcurrido diez días de habernos visto diariamente, cuando apareció con toda su familia, el padre, la madre con churumbeles muy pequeños que eran sus hermanitos, los abuelos... querían conocerme, y querían invitarme a una gran fiesta para la que ya habían matado un cordero. Esas cosas ocurrían en Almería hace treinta y cinco años.

Recuerdo que en aquellos tiempos mi madre intentó  aconsejarme con tino: ten cuidado -me dijo- en ese poblado seguro que no hay ni lavadoras, y tal cómo eres tú me parece que...

He querido volver a esa discoteca que parecía una casa de pueblo cuando pisé sus baldosas por primera vez. La decoración, el entorno, todo ha cambiado, nada ni nadie es reconocible, sin embargo el dueño y yo nos hemos saludado con alegría a través de amplias sonrisas agarradas al recuerdo y al paso doloroso del tiempo. Y sí, puso de nuevo Who can it be now porque se acordaba de mi reacción atrevida y espontánea al escuchar esta canción. Transcurrido un rato, después de risas, gestos de regocijo y saludos repetidos e impetuosos con los codos, me senté. En ese momento, apareció un hombre con la tez muy curtida y se sentó frente a mí. De mi edad o un poco más joven. Muy atractivo. Era extraño, porque sin conocerme pareciera que me mirara con amor. Pensé en el amor. Y me fui a dormir tranquila y sola.

Al día siguiente volví a la misma discoteca que, por cierto, era ya muy sofisticada. Salí a la terraza. Debido a la pandemia casi no había gente. Aquel hombre que me miraba con amor el día anterior, estaba allí. Mientras él miraba el mar muy concentrado, me senté en la mesa de al lado sin perturbar la paz que imperaba en el lugar. Volvió a mirarme y no le pude sonreír por la mascarilla. Me habló. Has vuelto -me dijo-, te he esperado todos los veranos. Sacó un objeto de su bolsillo. Era otra diadema finísima de plata que seriamente me acercó y me regaló.



Madrid, 4 de Agosto de 2020


Esther Arribas Lorenzo







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