FUI PINTORA
Los colores vivos que aparecen en mis cuadros, y que tanto me gustan, quizás se deban a que nací en verano, estación que siempre me reportó alegría e intensidad en el vivir. En varios documentos y en algunas crónicas se menciona mi nombre asociado al exceso, y es verdad que nunca me acostumbré a los límites.
Mi padre me enseñó a pintar, descubriendo en mí una
capacidad y un talento que a lo largo de su vida respetó. Recuerdo que desde
los cuatro o cinco años acudí a su taller para aprender su arte, convencida de
que ese sería mi destino: pintar. Soy consciente de que le sobrepasé en fama,
dinero y maestría en el oficio.
En Roma, mi ciudad natal, sobraban los artistas, los príncipes y los papas. A las mujeres siempre se nos emplazó en los márgenes. Mi querida madre murió en uno de sus múltiples partos cuando cumplí los 12 años. Cuidé de mis tres hermanos al ser la primogénita. Las labores domésticas me sobrepasaban, no había demasiado dinero en casa y yo me hice cargo de todo; pero nunca dejé de acudir al taller de mi padre para aprender. Él admiraba a Caravaggio; de hecho, eran amigos, y fue esa la razón por la que cultivé, con la destreza requerida, el arte de las sombras, de la oscuridad y de la luz.
Todo transcurrió en mi vida con normalidad, aunque por ser mujer permanecía encerrada en la casa, salvo al alba que iba a rezar a la iglesia. En 1611, al cumplir diecisiete años y no poder acudir, también por ser mujer, a las academias de bellas artes, mi padre decidió que tomara clases particulares de dibujo con un colaborador suyo llamado Agostino Tassi, un hombre cuya fama no era buena, pues había estado en la cárcel. Era un maleante, me violó. Cómo hablar de ello, cómo hablar de esa fuerza bruta y ciega. Se conservan los testimonios y las sentencias de todo el proceso del juicio, pues a pesar de mi negativa por la vergüenza, mi padre denunció.
Es difícil descender al detalle de todo lo que ocurrió, llegaron a torturarme poniéndome unas cuerdas en los dedos para probar la verdad de mis juramentos. Ante los tribunales yo repetía siempre È vero, È vero, È vero. Fui yo quien tuve que demostrar que mi acusación era cierta. Sentí que nunca me creerían. Yo necesitaba mis dedos y mis manos para pintar y esa tortura me lastimó hasta el infinito.
Pinté dos versiones en años consecutivos por
necesidad, pero la primera fue la que más me ayudó a remontar. Sobre la tela
plasmé la fuerza y la determinación de mi acto.
Judith y Holofernes aparecen en un primer plano distorsionado, invadiendo el espacio del posible espectador a quien incorporo a la venganza. Quise que la escena se desarrollara así: la concentración de Judith, el corte de la cabeza del violento guerrero, la sangre, el sinsentido y el horror.
Sin embargo, Judith está ya fuera de esa escena. ¿Lo observáis? El cuerpo mutilado y moribundo de Holofernes, la ayuda de la criada, las sombras negras del dolor. Judith ya no está ahí.
Es así como pude firmar este cuadro con mi nombre propio: Artemisia Gentileschi. Adiós.
Madrid, 14 de diciembre 2020
Esther Arribas Lorenzo
Nota: Incluyo la segunda versión del cuadro. La primera versión se puede encontrar en Internet. Razón: esta foto es de dominio público.
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