Emilia Pardo Bazán escribiendo


PARA QUE TE ACUERDES

          Desde que su padre la golpeó, ninguna palabra acudía a su boca, ni siquiera de queja. Ildara había enmudecido. El silencio cubrió su rostro como un manto protector. Ya se sabrá si ese silencio la enterró para siempre o fue el acicate de un futuro desafío. Cuando miraba a su padre se sentía encadenada a una especie de dolor marchito, casi muerto. Era un dolor seco y enquistado.

        Tampoco volvió a llorar. Seguía sin ver por el ojo dañado. Quedó tuerta. Al principio mantuvo la esperanza, pero ya no, no veía nada por ese ojo. Con el otro observaba el diente que ya no estaba, y de forma obsesiva y fría examinaba, incesantemente, su boca desfigurada. 

    El deseo se había quebrado. Ese mundo nuevo al que quiso viajar había quedado sepultado para siempre. Asediada por el deseo de muerte y un desconsuelo feroz Ildara, al ser la única hija y sin madre desde hacía tiempo, seguía cumpliendo con sus deberes filiales.

        Quedaba a veces como aletargada, sobre todo al atardecer, en los momentos antes de preparar la cena al despiadado padre. Y así, en duermevela, soñó que esa tarde al volver del campo, en el esquinazo de la casa, en el barro mojado por la incesante lluvia, había un bulto de figura humana, medio tapado por una vieja y descolorida manta. Dentro del sueño y como si fuera otro golpe, rememoró aquella frase paterna que en su día anunció la brutal paliza y truncó todos sus anhelos: Toma, para que te acuerdes, para que te acuerdes. Aún dormida y por el ojo que le quedaba vivo, advirtió que el bulto tirado en el suelo se movía con dificultad: parecía que pedía auxilio, pero ella había decidido dejarlo ahí, en el fango, adrede, para que se muriera intensamente. Cuando Ildara despertó, observó inquieta que, junto al fuego, el padre la miraba con desconfianza intentando escudriñar lo que ella soñaba.  

        No me toques los cojones eh rapaza, eres más fea que una mala piedra. ¡Despierta!

        En ese momento, su prima Mariola, también soñadora de otros mundos y por ello igualmente marcada por un mal golpe de su propia madre, entró en la cocina. Sabedora de toda la crueldad yacente, miró a Ildara que a su vez observaba muy queda al padre. 

         Qué cojones pasa rapazas.

        Sin mediar palabra, Mariola cogió la criba que estaba apoyada sobre el marco de la puerta junto a otros aperos de labranza y como si fuera una red, la tiró sobre la cabeza del viejo. Instantáneamente, esos duros y ahora sorprendidos párpados dejaron de respirar. 

        Ildara y Mariola desearon ir a ver la corriente fastuosa del río muy próximo a la casa. El aire fresco despejaba sus almas. El río siempre había sido salvaje y transparente, muy ancho, muy libre, y en su cauce, como eran ellas en sus extraordinarios sueños de libertad. Allí, juntas, arrojaron al agua el pesado fardo de la violencia, pero ahora no sabían qué hacer con la vida, tampoco con la muerte. 

    Se miraron, volvieron a contemplar el río y al momento Ildara escapó de su mudez. Pudo escuchar ya el silencio inmenso de los montes, de los árboles, del aire, del barro y, al fin, el ilimitado y procaz silencio del padre. 

    Ildara y Mariola se cogieron las manos, volvieron a mirarse, hablaron con miedo y estupor de su porvenir y corrieron, corrieron hacia una nueva vida, sin el lastre de la culpa, sin el peso agotador de su historia, corrieron, sí, con sus cuerpos y con sus sueños. Corrieron más libres hacia el horizonte que siempre habían deseado.



Esther Arribas Lorenzo


     

* Nota: Este cuento lo he escrito como homenaje a Emilia Pardo Bazán, escritora que se preocupó siempre por la situación de las mujeres de su tiempo, prestando especial atención a las mujeres del mundo rural, sin salida en aquella época. Me impresionó tanto su cuento Las medias rojas que quise “alargarlo” y escribir por mi propia cuenta otro final (con autonomía) que dilatara la experiencia singular de sus dos protagonistas: Ildara y Mariola, dos precursoras anónimas de la libertad.




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